Cuando un hombre se decide a echar por tierra toda su vida no hay nada ni nadie que pueda impedirlo y hasta las circunstancias se ponen a su favor (es decir, en su contra).
Un joven matrimonio francés viaja a Suramérica donde él, ingeniero diplomado, debe hacerse cargo de una explotación minera. Al ir a cobrar un cheque de la flamante empresa para costearse el resto del viaje, le anuncian que la empresa ha quebrado. Sin dinero, quedan a la merced de unos compatriotas, en Panamá. Donde la necesidad les obliga a relacionarse con gente de una baja clase social (a la que en su Amiens natal, ni siquiera le hubieran dirigido la palabra).
Se produce un distanciamiento físico entre la pareja. A ella, la ubican en un hotel, a él, lo llevan lejos (quizás con oscuras intenciones), al barrio de los negros. Un ghetto pobre y desamparado. Allí él empieza a beber para aclararse y conoce una niña que se prostituye.
Incluso entre los más pobres, hay clases, y líneas invisibles. La cuestión racial, el matrimonio que se separa y descubre que quizás sólo se amaba porque era lo fácil, porque estaban juntos.
De nuevo Simenon tan parco en palabras y tan profundo en degradación y vacío de sus personajes, atisba un hombre que se hunde: consciente que toda su vida se hunde, parece empeñarse en seguir hundiéndose o quizás es que ya nada le importa. Sin florituras, sin parafernalia, sin paginas de relleno, el Simenon duro, el Simenon que mira con lupa un ser anónimo, a un ser humano.