[Verano de 135 d.C] Esta vez fue realmente el fin. La tierra había quedado arrasada en tres años de enconada guerra; la mayor parte de las ciudades estaban destruidas; la mayoría de los habitantes habían sido muertos. La historia de la antigua tierra de Canaán llegó a su fin, pues todos los pueblos asociados a ella habían desaparecido o habían quedado reducidos a la insignificancia. En su suelo todavía ocurrirían muchos grandes sucesos, pero en ellos intervendrían hombres e ideas externos.
Pero el judaísmo sobrevivió, en Galilea, en muchas ciudades del Imperio y fuera del Imperio, en los valles del Tigris y del Éufrates. En todas partes era una pequeña minoría impotente y objeto de sospechas y odio; pero permaneció viva a lo largo de dieciocho siglos más de constantes persecuciones, a veces increíblemente brutales.
En cierto modo, hasta podría decirse que obtuvo la victoria. La tierra de Canaán, que tantas contribuciones había hecho a la historia de la civilización –las ciudades, el comercio marítimo, la alfarería, el alfabeto- aún haría otro. Después de luchar y sobrevivir contra todos sus enemigos –filisteos, asirios, caldeos y griegos-, parecía que finalmente los romanos habían borrado a los judíos como nacionalidad. Pero los judíos se mantuvieron durante el tiempo suficiente para completar el judaísmo hasta el punto en que el cristianismo pudo formarse a partir de él. Y el cristianismo, que surgió de la muerte de un predicador judío y de la actividad misionera de otro predicador judío, finalmente conquistó Roma y todo el mundo occidental.
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